Saltamontes

Las cárceles cotidianas se componen de lo que no imaginamos. Tienen paredes con relojes por ladrillos y la acumulación de esos tictáqueos se vuelve minuciosamente abrumadora, cada tic tac que cae como un ave de presa parece que no soportaremos el siguiente, que falta nada para el desborde de ese vaso sin fondo ni contenido que es la vida diaria, repetida, acumulada.
Pero esta cárcel era distinta. Era una cárcel de paredes sólidas y viejas, llenas de marcas y nombres mal escritos. Un lugar húmedo, oscuro y hacinado, en el cual Daniel no se había imaginado terminar. Imaginado, digo, dentro de esa concatenación absurda de razonamientos idílicos y perfectamente caóticos que uno se puede armar cuando piensa en su destino; ideas casi siempre diametralmente opuestas a lo que uno luego vive y cuyo único fin es existir para sí mismas, hacernos creer que controlamos nuestro hado. Las cuestiones de la condena de Daniel eran harto discutibles pero dicen por ahí que no hay que juzgar a la Justicia, que ese estamento es una suerte de computadora aséptica, sin errores y objetiva, que no responde a ningún interés ni orden imperante más que eso, la reparación simbólica de un daño infligido.
El sensei nunca escondió sus perversiones. Desde el primer día, cuando Daniel casi se arrodilla para solicitarle ser su discípulo, ya esos primeros cruces tenían una calidez sórdida e improcedente para una relación Sensei - Saltamontes. Tampoco, por atormentados que sean los recuerdos, daba para pensar en un plan orquestado. La verdad, y en honor a ella es que hay que relatar las historias (si es que se puede hacer algo más relatar historias durante toda una vida), es que las cosas simplemente se fueron dando. Podemos resumirlo en que de una llave de Karate a un mano bajo el pantalón masturbando la hombría del saltamontes no había tanta distancia. El Karate es una disciplina esencialmente física, y una cosa lleva a la otra. El Sensei no era un pedófilo, era un anciano andropáusico que fue mordiendo banquina conforme pasaron los años, sus últimos años. Y no todo fue así de dramático, Daniel pasó de recibir bestiales palizas por su sola y vergonzante (?) condición judía a poder defenderse de esos neonazis no declarados que le atizaban con todo lo que fuese susceptible de ser lanzado por los aires. De hecho, conforme se perfeccionó en sus artes, Daniel se encargó de buscar uno a uno a sus abusadores y ajusticiarlos. La justicia, que además de ciega es incompetente, absurda, negligente y corrupta, poco y nada tenía de registro sobre estos comportamientos de inusitada violencia, derivados claramente sintomáticos de un chico: A) golpeado sistemáticamente durante un período prolongado de tiempo B) abusado sexualmente, oprimido por un quéséyo humillante ante la sociedad. Diagnóstico: Superyo desmantelado. La ira contenida por Daniel era demasiada para lo que un chico de menos de 18 años puede conocer. El trastorno sociopático era tan grotesco como involuntario. Cuando dejó parapléjico a uno de los neonazis de mentira Daniel comprendió que además de útil, ser un brabucón era divertido. Comenzó a hacer chistes y acunar sueños de Stand Up. Le gustaba la morbidez, pensar cosas como que si ser paralítico fuese algo imposible en términos biológicos muchos lo verían como un súper poder... No es que el Stand Up haga daño, pero insisto, una cosa lleva a la otra, y entre chiste negro y chiste negro Daniel fue dándose cuenta de que llevaba varios años con un vínculo muy turbio ya naturalizado en su vida. La rutina, el desgaste, las carencias afectivas y, porqué no decirlo, el golpe libidinoso del acto y la transgresión del tabú, habían hecho que Daniel ya ni se cuestione su vida sexual (llamémosle así) con el Sensei, un señor con más careta que honor pero de quien nadie en el pueblo osaría creer semejante anomalía.
Ese sentimiento de formar parte de una oscura broma litúrgica hizo mella en la moral de Daniel y las discusiones no tardaron, pequeño saltamontes ya no es un niño y ahora el Sensei vio al alumno rebelarse. Una tras otra, las discusiones fueron subiendo de tono hasta que llegaron a previsibles ráfagas de violencia física. Lo que viene a ser el Sensei, anciano pero experto y curtido en estos asuntos del uno a uno, desarmaba una y otra vez a ese gólem de violencia resentida que era Daniel. Y digo desarmaba por no decir que le daba unas señoras palizas, lo molía a golpes con un par de llaves vetustas que dejaban a Daniel deseando ser violado. Daniel no podía más que desmoronarse y caía una y otra vez sometido a las artes de semejante ninja jubilado. El aturdimiento aburre, arma en mano y sin aparente motivo previo, aún con el ardor en su labio inferior producto del último piñazo que el viejo hijo de puta le había pegado hace apenas un (1) día; Daniel ajustició al degenerado mientras dormía. El Sensei tuvo tiempo de ver su obra maestra antes de expirar, de hecho, es probable que haya pensado algo así como "he creado un monstruo"; pero no había monstruo, Daniel sólo estaba cansado de que le toquen la pija sin su consentimiento.
El pueblo entero acompañó los restos mortales del venerado maestro y los medios echaron luz al asunto explicando que Daniel había sido señalado por ex compañeros de colegio como un chico peligrosamente adiestrado en artes marciales y llamativamente violento. Es obvio, que como suele suceder el pueblo hizo un linchamiento mediático de la figura del saltamontes y una exaltación propia de un mártir de la figura del anciano degenerado.
Así es la vida, lo va curtiendo a uno. Las cosas nunca son por sí solas, todo siempre se van dando y una cosa lleva a la otra.

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