Una bolsa con comida



"La invención del alma por el hombre se insinúa cada vez que surge el sentimiento del cuerpo como parásito, como gusano adherido al yo. Basta sentirse vivir (y no solamente vivir como aceptación, como cosa-que-está-bienque- ocurra) para que aun lo más próximo y querido del cuerpo, por ejemplo la mano derecha, sea de pronto un objeto que participa repugnantemente de la doble condición de no ser yo y de estarme adherido. Trago la sopa. Después, en medio de una lectura, pienso: «La sopa está en mí, la tengo en esa bolsa que no veré jamás, mi estómago.» Palpo con dos dedos y siento el bulto, el removerse de la comida ahí dentro. Y yo soy eso, un saco con comida adentro. Entonces nace el alma: «No, yo no soy eso.» Ahora que (seamos honestos por una vez) sí, yo soy eso. Con una escapatoria muy bonita para uso de delicados: «Yo soy también eso.» O un escaloncito más: «Yo soy en eso.» Leo The Wawes, esa puntilla cineraria, fábula de espumas. A treinta centímetros por debajo de mis ojos, una sopa se mueve lentamente en mi bolsa estomacal, un pelo crece en mi muslo, un quiste sebáceo surge imperceptible en mi espalda. Al final de lo que Balzac hubiese llamado una orgía, cierto individuo nada metafísico me dijo, creyendo hacer un chiste, que defecar le causaba una impresión de irrealidad. Me acuerdo de sus palabras: «Te levantás, te das vuelta y mirás, y entonces decís: ¿Pero esto lo hice yo?» (Como el verso de Lorca: «Sin remedio, hijo mío, ¡vomita! No hay remedio.» Y creo que también Swift, loco: «Pero, Celia, Celia, Celia defeca.») Sobre el dolor físico como aguijón metafísico abunda la escritura. A mí todo dolor me ataca con arma doble: hace sentir como nunca el divorcio entre mi yo y mi cuerpo, me lo pone como dolor. Lo siento más mío que el placer o la mera cenestesia. Es realmente un lazo. Si supiera dibujar mostraría alegóricamente el dolor ahuyentando al alma del cuerpo, pero a la vez daría la impresión de que todo es falso: meros modos de un complejo cuya unidad está en no tenerla." Rayuela, Julio Cortázar; Cap. 83-

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